Uno de mis caprichos fue visitar Catemaco. Después de vivir una temporada en el Chilango, de cambiarnos los nombres y de vender la Caribe, Mutsumi-chan y yo vinimos al Sur. Tras romper el último huevo al séptimo día de nuestra estancia constaté que en su interior se hallaba una criatura viscosa, parecida a una lamprea, muerta entre el líquido negro. Las siguientes cuatro horas las pasé vomitando en la Laguna. Una bruja me había curado la rabia.
Conforme transcurrieron los días, aquello que había definido mi vida desde que tenía memoria disminuyó lentamente hasta desaparecer. Aún así debieron pasar algunos años antes de tomar este cuaderno y recapitular los hechos que me trajeron al Sur...


*  *  *



El Sempai vagaba de un lado a otro en un lugar parecido a una iglesia, buscaba y al mismo tiempo se escondía. Cuando la luz lo alcanzó, desapareció.
Yo mismo estuve unos minutos en el mundo de los muertos. Tenía una bala en la cabeza y trataba de prolongar mis horas. Permanecí allí hasta ver a alguien conocido.
Antes de eso caminé, y seguí caminando. Con el paso de las horas sentí cómo perdía la movilidad muscular. En algún momento me encontré con mi propio rostro; me veía sin verme, deformado en el espejo. Aquella era su verdadera forma.
El tipo que me disparó era un sicario, o un capo, algo así. Me disparó por un motivo estúpido el cual ya no recuerdo.
Al principio no hallaba a Mutsumi-chan, ni a Okaasan. Al final sí encontré a Mutsumi-chan: ella parecía más un símbolo que un refugio. Antes de verla me acompañaban algunos familiares también.
Mi familia se enteró y preparó una cena discreta para despedirme.
Cuando me senté vi, al otro lado de la mesa, a alguien conocido. Seguramente se trataba de mi abuela pues recuerdo haber visto su rostro.
Supe que empezaría en ese momento, me preparé para la partida.
Desperté a medio día. Había sido un mal sueño.
Kaede-chan estaba a mi lado, muerta de risa viendo Happy Tree Friends. Jack se había ido. Encendí el televicio y puse el canal 26 mientras la esperaba.
Imaginé que la caja idiota hablaría de mí. Aunque no lo relacionarían aún con el asalto a la joyería, la instantánea de un galanazo de onda aparecería en pantalla: «Este hijo de puta fue», dirían. Y la imagen de Otousan y Okaasan, como si desearan que sus miradas me alcanzaran hasta este lado de la pantalla, sería insoportable: «No entiendo por qué Orlandito hizo algo así, y por qué llevarse a la pequeña».
El ruido de la puerta me hizo saltar; era Jack.
—No mames, te fueron a buscar a la ulcera, no puedes ir allá… hey.
En ese momento Morgan estaba en la pantalla.
—Estoy en la tele.
—Ése es tu cuñado.
—Shhh.
Morgan declaraba:
«No, señores, el negocio está a mi nombre, aquí no trabaja ningún Francisco Fonseca.»
Luego apareció Crog. Lo tenían en el tutelar para menores. Él era el más joven de los tres. Lo habían agarrado en su casa, antes de largarse. Por lo visto lo harían confesar. Macabra estaba detrás y sus ojos eran dos agujeros. Un pie de imagen decía que lo internarían en la casa de la risa para “estudiar su caso” después del interrogatorio. Alcancé a escuchar mi nombre antes de la siguiente nota.
Me quedé callado pensando si mis decisiones habían sido las mejores, si no debí ser yo quien estuviera ahí, con los loqueros preguntándome estupideces.
Otousan y Okaasan nunca aparecieron en la pantalla; sólo una imagen de mi casa vacía. Focko tampoco apareció.
Por la tarde me despedí de Jack y regresé a Guerrero, al estacionamiento donde guardaban a la Changa.
Esperé a Mutsumi-chan. Llegó media hora tarde, poco antes de que me diera un colapso nervioso.
Me abrazó.
—Morgan está como loco. Les gritó a mis padres y se va de la casa. Y Bárbara lleva toda la noche con Luis, pidiendo prestado a medio mundo para un abogado.
Saludó al guardia y sacó la Caribe.
—La voy a calentar mientras llega mi hermano —le dijo.
Nos subimos y esperamos unos minutos.
—Pensé que ya estabas lejos.
—No sin despedirme, Rocky.
Ella me abrazó más fuerte. Pude sentir cierto alivio en su cuerpo.
—Debo irme —le dije.
Se quedó callada sin mirarme.
—Pues vámonos —y arrancó hacia el sur de la ciudad.
Masticaba mis dudas en silencio cuando pasamos por el Tecnológico Regional. Fue cuando reconocí la espalda del Sempai en el parabús. Miraba un tlacuache muerto, le tomaba fotos con su teléfono.
Mutsumi-chan tocó el claxon. Él volteó, extrañado. En su rostro no sólo había ojeras, como si no hubiera dormido en días, había nuevos años.
Lo invité a subir al vehículo.
—Oniichan.
—Hola —dijo, tratando de componer su rostro envejecido—, ¿Van al Museo de Ciencia y Tecnología?
—Un poco más lejos… Otousan y Okaasan estuvieron preguntando por el Sempai —mentí.
No respondió. Mantenía su vista fija en el tlacuache, como si aquel cuerpo marchito encerrara todos los secretos del mundo.
—¿Podemos? —pregunté a Mutsumi-chan.
Ella dijo: —Sí, pero tú maneja.
Nos cambiamos de lugar. Mutsumi-chan se pasó atrás. El Sempai subió al asiento del copiloto y yo conduje hacia la Laguna de Cianuro.
Era muy extraño volver ahí. Mi última visita fue cuando Focko y yo tuvimos la idea de empezar las instalaciones. Era 21 de marzo nuevamente, la diferencia era que este año aún no empezaba la Semana Santa.
Al llegar vi una pendiente nueva, únicamente yo sabía que lo era. Subimos por ella en el vehículo.
Ya arriba, no me sorprendió ver maquinaria de construcción. Una bomba drenaba lentamente el agua muerta y otra máquina pintaba con gruesas franjas de cal las divisiones de los lotes de la que sería una nueva unidad habitacional.
Avancé lentamente y estacioné el vehículo cerca de la vegetación; lejos de las grietas.
El Sempai y yo bajamos del vehículo, mientras Mutsumi-chan descansaba.
Él se quedó mirando un rato los bulldozers que echaban tierra en los camiones de volteo. Fue cuando lo soltó:
—Sebastián se suicidó en la mañana.
Sostenía a Kaede-chan en brazos cuando lo dijo. No quise preguntar nada. Sentí cierta extrañeza al evocar mi último recuerdo del profesor Sebastián, con su sombrero estilo Kafka, mientras mencionaba unos versos de Dámaso, aquella ocasión cuando me convenció de que el Sempai era un buen hermano: Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi neurofisiología. No lo imaginaba muerto. Los hilos que me ataban a mi tierra natal se habían roto despacio, apenas me daba cuenta de esa nueva soledad que ahora me acompañaba.
—¿Nos vamos? Seguro nos esperan.
—Debo irme.
Me miró con cierta decepción, no dijo nada.
—Despídeme de mis papás —le pedí.
—Como quieras.
Platicamos un rato más, el sol empezó a caer con prisa.
Escucharlo hablar, atento por primera vez a sus palabras llenas de una calidez inexplicable, me convencía de que a veces nos guiaban esporádicos impulsos de bondad, y había que hacerles caso. Y mientras lo pensaba pude ver la llanta-islote (la misma donde la última vez creí ver una rata) aún en su sitio; en ella estaban sentados el pequeño Sócrates y el pequeño Diógenes, muy campantes, conversando como dos viejos amigos. Pude escuchar hasta sus risas.
Subimos al vehículo y regresamos a Agnosia.
Dejamos al Sempai nuevamente en el parabús del Tecnológico.
Mutsumi-chan me ordenó dejarle algo de dinero.
Junto con los billetes entregué a Kaede-chan y le pedí que dijera a Otousan y Okaasan que después regresaba. No le expliqué más y él tampoco preguntó; pero adivinó en mis ojos que no volvería.
Yo no quería soltar a Kaede-chan y aquellos instantes en los cuales dudé me parecieron horas.
Cuando dije a Focko que se fuera de la ciudad omití lo más importante. Él pensó que todo había terminado cuando presionó el botón Betrayal. No se le dije: la página espejo seguía activa y, de hecho, se publicaría en la fecha prevista, con nuestros nombres escritos en la página de créditos. Apenas unas horas antes. Por eso le pedí que avisara a Crog y que él mismo se largara.
No me atreví a borrar el proyecto. Algunas personas merecían una explicación de aquello que torció sus vidas. Aunque fuera algo tan absurdo como el Proyecto Ikari.
No era el único motivo.
Mi vida se había derrumbado también. Ya sólo podía huir y lamentarme. Demoler mi propia vida y, una a una, sus oportunidades se había vuelto un hábito. Vivir así, creí, vendría a ser con el tiempo una especie de expiación.
¿En verdad sólo era eso, o subyacía un deseo, secreto también, de negarme a borrar aquel legado?
Mutsumi-chan sabía qué era, mejor que yo. Comprendía el sendero de mi vida en adelante, también mis deseos, hasta aquellos que a mí se me ocultaban. Quizá por eso, antes de subir a la Caribe la miré también y, aunque ella adivinó mi intención de partir solo, me miró como quien mira a una rata y subió al vehículo sin decir nada. Aquel silencio era desesperante.
Tras contemplar por última vez el atardecer de Agnosia subí también y encendí el vehículo. Agité mi mano.
Teníamos el sol detrás y la primavera al frente. Las siluetas se aproximaron al horizonte.
Cuando el Sempai y Kaede-chan no eran más que puntos a nuestras espaldas, lloré por primera vez en años.



Panda ya no estaba cuando llegamos. Kaede-chan dormía con la televisión encendida; en la pantalla se movían las chichis anónimas de Wild On.
Carolina sacó unas negras del refrigerador.
—Despéjate, Gato. Encomiéndate a San Judas y relájate, ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? —mientras reía, llevó a Kaede-chan a la cama.
Cuando volvió me pasó una negra. Di un trago largo. Ella destapó la suya y preguntó:
—¿Qué chingados ocurre?
Pasé cerca de una hora platicando del Proyecto Ikari. Su sonrisa se fue borrando poco a poco y desapareció cuando le conté mis días con Plug mientras trabajaba en Monument. Cuando nos terminamos la negras ella se fue a dormir.
Me quedé en el sillón, no pude dormir. Las luces de los automóviles entrando en los resquicios de la cortina me tenían nervioso. Me levanté y permanecí sentado, no pensaba en nada. Después de un rato Jack bajó.
—No puedo dormir —comenté.
—¿Te traigo una pastilla?
—Quiero ir al memorial.
Ella puso una cara de fastidio.
—Voy a ponerme un pants.
Acostamos a Kaede-chan en el asiento trasero, la cubrimos con un sarape y partimos.
Agnosia tiene dos panteones. Fuimos al de las afueras de la ciudad.
En el camino me entretuve mirando los letreros de neón de todos los congales.
Finalmente llegamos.
—Te espero aquí. Está cerrado —dijo ella.
Caminé entre la carretera y la barda mientras el automóvil se hacía diminuto. Escalé apoyado en los huecos del muro y salté al interior.
No me decidía hacía donde ir. Primero avancé como por instinto hacia la tumba de don Fénix. Conocía el camino de memoria, mi cuerpo lo había aprendido cuando enterramos a mi abuela; don Fénix estaba en el mismo sitio. Estuve ahí poco tiempo.
Después fui hacia la tumba de Orri, estaba a unos cincuenta metros en dirección hacia la oscuridad. Mis ojos tardaron todo el camino en acostumbrarse; tanteaba el camino, casi a ciegas. Había muchos caballones recientes, sin lápidas, con la tierra asentándose lentamente. Me sentí como en un videojuego de zombis.
Llegué, vi la tumba y me entró cierta nostalgia incomprensible, tal vez sólo era culpa disfrazada. Me senté en el piso frente a su lápida y permanecí ahí durante un rato. No sabía qué me había llevado mas debía estar allí.
Después de un rato, en mi mente comenzó a formarse, contra mi voluntad y con una reiteración espantosa, la imagen de Plug en su silla-cadalso y, tras esa imagen, sentí un viento extraño, un recuerdo del cual no podía escapar, ni pensar en otra cosa, por más que intentaba distraer a mi memoria. Tenía a las dos perras revueltas en mi cabeza.
Me levanté con curiosidad y busqué la fosa común, con el morbo por encontrar entre los huesos un cadáver conocido. De camino pensaba que alguna vez le dije a Plug que me robaría uno de sus huesos. Me sentí estúpido. Después de que la dejé no volvió a trabajar en el periódico, había desaparecido, y en mi interior la imaginaba sacrificando ratas en algún lugar para hacerme volver. Pensar eso, o pensar que encontraría su osamenta en la fosa, era soberbia de mi parte.
Cuando llegué a la zanja imaginé que saltaba, enterrándome algunas tibias, y que metía mis manos entre los cuerpos, y, mientras buscaba, una oscuridad casi líquida lo cubría todo, y que tanteaba los huesos y la carne y hasta reconocía algún indicio.
Pensé en Mutsumi-chan. Mientras estuve alejado ignoraba mi destino, mis esfuerzos no superaban ningún obstáculo. Y ahora, ante la fosa, con Mutsumi-chan latiendo en mi interior, me sentía como si hubiera matado un dragón y me hubiera bañado en su sangre. Por eso estaba ahí.
Gracias a esa certeza lo supe: Plug no estaba en la fosa, seguía viva. Lo supe y eso me bastó. Me rasqué la ingle y la odié más de lo que ya la odiaba.
Di media vuelta y regresé con Jack. Cuando entré al vehículo ella percibió el olor extraño. Me miró sin decir nada y regresamos a la ciudad.



Otousan y Okaasan no estaban en casa y Kaede-chan sí. No les puse mucha atención cuando dijeron: «Te dejamos a la niña, vamos al dominó».
El Sempai tampoco estaba. La noche anterior se había robado una peseta de gallo de mi cuarto. Okaasan lo había descubierto en la mañana y él se había ido muerto de vergüenza.
Estuve caminando en la sala sin decidirme. Los fbis llegarían en cualquier momento. Debía salir rápido y Kaede-chan era como un ancla.
La tomé en mis brazos y me fui de la casa. Llevaba un poco de dinero que tomé de uno de los escondites de Otousan.
Fui a la oficina de Focko. Estaba a punto de irse y, mientras empacaba, discutía a gritos con Morgan. Cuando dejaron de hablarse me acerqué y le pedí algo de dinero discretamente. Me lo dio a regañadientes mientras Morgan lo fulminaba con la vista.
Fue el propio Morgan quien me dio el dinero y, de inmediato, salió de la habitación. Focko dijo que le dejaba el negocio, con eso sobreviviría mientras se le ocurría algo.
—¿Confías en él? —pregunté.
—No me queda de otra.
Kaede-chan y yo salimos de la oficina.
Llamé a Mutsumi-chan y le dije que nos veríamos en el estacionamiento de su casa a las cinco de la tarde del día siguiente, le pedí no le dijera a nadie.
«¿Estás bien?», interrogó.
—Debo resolver unos pendientes.
«¿Necesitas algo?»
—Si puedes, las llaves de la Changa.
Estuve vagando un rato, con Kaede-chan en mis brazos, pensando qué podía hacer. Baxter ya no estaba en la ciudad, Tongo y Fili seguro no lo entenderían. Y el Sempai parecía tragado por la misma tierra.
La única persona a quien se me ocurrió visitar fue Jack, fui directo a su casa. Panda estaba con ella. Le pedí que cuidara a Kaede-chan mientras Jack y yo salíamos.
Fuimos a un Walmart a comprar un rollo de hilo de nylon y otro de metal, un pasamontañas, trapos y unos guantes de látex. Cuando salimos ya nos había anochecido y fuimos directamente al Centro.
Jack se estacionó cerca de la Kame House, la tienda donde compraba el animé, y esperamos ahí hasta que la actividad en las calles disminuyó casi totalmente. Salí del auto; ella me esperaría.
A eso de las diez de la noche llegó el señor Velásquez a la joyería matriz en Guerrero. Si recordaba bien una vieja charla con Focko, la joyería tenía cortina metálica que daba a la calle, una entrada de cristal y una puerta junto al mostrador. La alarma era manual. Entre Velásquez y otros dos contaban las ganancias del día y guardaban las joyas en la caja fuerte; según Focko, el botón de la alarma y la pistola cargada se encontraban detrás de la puerta. La fisura en aquel sistema era la puerta, se quedaba abierta unos segundos mientras guardaban las joyas. Bastaba con cerrar la entrada de cristal para aislar el ruido. El resto sería un albur para ver quién tomaba el arma más rápido, después de eso no había marcha atrás.
Me puse el pasamontañas y los guantes.
La cortina metálica permaneció abierta mientras los tres hombres se metían a la bodega con el dinero de la caja registradora. Entré con cuidado y me acerqué a la puerta. Uno de los trabajadores me vio; cuando se repuso del susto yo ya lo tenía encañonado. Sin dejar de apuntarle caminé de espaldas y cerré la puerta de cristal. Le dije que se echara al piso. Otros dos salieron de la bodega, al ver la situación imitaron al primer rehén.
Le arrojé el rollo de nylon al más asustado.
—Amárralos. Si hacen ruido, les abro la garganta —amenacé, impostando la voz.
Velásquez y el otro empleado pusieron las manos en sus espaldas. El muchacho amarró sus muñecas.
—Dale más vueltas.
Lo hizo de mala gana hasta que la piel alrededor del hilo se enrojeció.
—Más.
El muchacho temblaba. Finalmente me convenció.
—Ahora híncate tú y sostén un cabo.
—¿Un qué?
—La punta, pendejo, la punta del hilo —le puse el cañón en el cabello—, y cuidado se te ocurra algo.
Con la mano libre le di vueltas, muchas vueltas. Dudaba cuando sería suficiente. Solté la pistola un momento e hice el nudo. Al terminar les ordené meterse a la bodega y, ya adentro, que se pusieran de espaldas y se arrodillaran. Los tres hombres formaron una especie de flor de loto.
Velásquez no se callaba.
—No sabes para quienes trabajo, Rififi, te va a llevar la chingada.
Le di un culatazo en el hocico.
Los amordacé con los trapos. Junté sus nucas y con el hilo metálico le di algunas vueltas a sus cuellos. Pocas vueltas, esta vez. Si se les ocurría moverse se rebanarían la cabeza ellos solos.
Tomé mi mochila y metí el dinero de la caja registradora así como varias joyas genéricas que estaban en los cajones abiertos.
—¿Las llaves?
Velásquez señaló a su izquierda con los ojos. Las saqué de su pantalón y me las eché a la bolsa.
Salí al mostrador y cerré la bodega. Me quité el pasamontañas y lo guardé junto con la pistola, tomé el candado, salí y cerré la cortina metálica. Arrojé las llaves en la maceta a la entrada de un restaurante adyacente.
Caminé hacia el Tzócalo mientras me quitaba los guantes y justo cuando di la vuelta para volver a la Kame House pasó una camioneta llena de fbis con las torretas encendidas. Me esforcé en ignorarla y en no temblar. Seguí caminando.
Más patrullas pasaron en sus diversos e inútiles menesteres. La Dirección de Seguridad Pública estaba a una cuadra del Tzócalo, nunca vigilaban las zonas frente a sus narices.
Subí al automóvil de Jack y di un suspiró largo.
—¿Ahora a dónde, Neko?
—Kaede.



¿Cómo ser un punto en medio de la nada y en medio del conocimiento y en medio de la vida
Un punto sin tags
Ni keywords
Ni cues
Sin taxonomías, cristalizaciones o asideros
Un algo suelto
Un ser que no se deje dominar por su conocimiento previo ni por sus perspectivas
Uno que no se defina por su memoria ni por su porvenir
Uno capaz de construirse a sí mismo a cada momento?



Ok, lo siguiente no puedo afirmar si fue un sueño o un recuerdo, el contexto fue verídico, no sé si la anécdota lo sea; el caso es que un año después de irme de Agnosia me encontré a Baxter en el Chilango. Estuvimos platicando de Plug y Mutsumi-chan. Plug, desaparecida desde noviembre, había sido vista nuevamente en compañía de algunos políticos de la nueva administración, convertida, por lo visto, en una escort de lujo. No quise detenerme mucho en el tema. Aquella tarde también me confesó algo que yo ya sabía; a él siempre le gustó Mutsumi-chan, desde que ella era novia de la Marrana; y, por una asociación extraña en su cabeza, la odiaba también.
Platicamos durante poco tiempo, veinte minutos quizá, en un parque cerca de Ciudad Universitaria y, cuando nos despedimos, fue claro que no volveríamos a vernos.
Durante unos momentos, la charla nos llevó a los viejos temas: drogas y rock; hablamos también de animación japonesa, Baxter nunca pudo entender su encanto.
Luego de la despedida me di cuenta de que todos mis animés favoritos tenían algo en común.
En Blood+, los personajes son vampiros, se atraviesan con cuchillos y espadas y se arrancan partes del cuerpo, solo pueden morir decapitados o con la sangre de la reina quiróptera rival.
En Full Metal Alchemist los homúnculos son inmortales, incluso podías arrancarles la cabeza y les crecería una nueva, sólo necesitarían un poco de piedra filosofal para reponerse. Se suponía que los homúnculos, seres sin alma, eran el resultado de una transmutación prohibida: cuando un alquimista intentaba utilizar elementos básicos (carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, azufre, fósforo y unas gotas de sangre) para resucitar a una persona. El resultado eran esas criaturas, humanas a medias, inmortales. Únicamente podían morir cerca de los restos del cuerpo que les dio origen.
En Cowboy Bebop ninguno es inmortal pero los personajes se llenan de plomo y como si nada. En Dai No Daiboken, los seis generales del Ejército del Mal mueren derrotados por Dai y siempre vuelven a la vida. En Dragon Ball los personajes mueren una y otra vez y siempre encuentran la forma de revivir. Los enemigos, en cambio, son inmortales, los cortan, amputan, decapitan y reducen a partículas, ellos se reintegran y continúan peleando. Nunca queda claro, ni con Cell ni con Majin Bu, cuándo se ha cruzado el punto sin retorno de su destrucción definitiva. Hasta Kentaro, en Love Hina, tiene los hps altísimos, puede salir volando por una patada y desaparecer en el cielo sin sufrir más que un leve sangrado nasal.
Eso me llevó a pensar en toda la violencia gratuita y “sin consecuencias” que vivimos con el Proyecto Ikari durante un año. No era posible que entre tanta estupidez fuéramos inmortales. No lo éramos y lo sabíamos. De todos modos nos portábamos como personajes de animé, y lo hacíamos justo porque estábamos conscientes de nuestra finitud, de esa filosofía rockera de “arder y desaparecer” en lugar de “consumirse lentamente”. Era una forma de retar al destino, de esquivarlo hasta donde nos alcanzaran las fuerzas. Los adultos nunca han comprendido eso, lo comprenden mientras son inmortales, luego crecen y lo olvidan. Por eso creen que la vida de un joven está rodeada de un aura de irrealidad e hipérbole, de inverosimilitud. Para mí eran de lo más normal esas exageraciones y mentiras sobre el sexo y la violencia, del mismo modo en que son verdaderas las historias contadas por los ancianos. Todos mentimos. La diferencia está los grados de elegancia empleados. Baxter y yo, y todos los demás, éramos personajes de animé: inmortales. Al menos durante la adolescencia. Nuestro cuerpo era parte íntegra a nuestra identidad ¿Hay mayor inmortalidad que esa?
Después de nuestra diáspora fue distinto.
Antes de vivir en el Sur, Mutsumi-chan y yo estuvimos una temporada en el Chilango. Después de inventarnos nuevas vidas en Santo Domingo, alquilamos un cuarto cerca de Copilco.
Mutsumi-chan terminaba la preparatoria abierta en una escuela patito para entrar a la carrera de Biología y yo había trabajado un año como asistente en una clínica de psiquiatría.
Me encargaba de operar la computadora con la cual se aplicaban terapias de neurofeedback a ratas con tda e hiperkinéticos. El trabajo era sencillo y, en la mayoría de los casos, inútil: les insertaba un par de cátodos en el cerebro y trabajaba con sus frecuencias cerebrales para calmar sus ímpetus; si hubiera trabajado en lo mismo un siglo antes hubiera bastado cortar una sección del lóbulo frontal para convertir a esas criaturas en santos. Ah, los tiempos nuevos. Esas terapias eran el último recurso para los padres quienes, aún cuando atascaban a sus hijos de metilfenidato, estos no mostraban progreso alguno.
Trabajé en ese lugar para subsistir y, un poco, por amor al arte, por curiosidad. No por las ratas. Era una curiosidad por mí; retardada, eso sí. Hay drogas y pastillas que definen a cada época y la de mi generación fue el Ritalín, igual que para mis padres fue el Prozac y para mis abuelos la penicilina. Yo quería entender todo aquello antes de retomar mis estudios.
A mí, aquella ciudad me asqueaba, aún me asquea, y mientras decidíamos qué hacer de nuestras vidas nos inscribimos en la unam. Yo abandoné por un tiempo mis ideas de estudiar neurociencias y fui a pedir informes para el examen de filosofía y letras. Me llevé una gran sorpresa porque el día de la inscripción vi de lejos a Baxter, subiendo al camión de cu. Al principio sentí algo de coraje porque su relación secreta con Plug me hacía sentir traicionado aún. Luego me calmé y se sobrepuso mi alegría de ver una cara conocida entre aquellas personas llenas de poses.
Aquella noche estaba alegre, me conecté a internet y encontré a Baxter en el Messenger con uno de sus viejos nicknames, Stockman, como el doctor mosca de las Tortugas Ninja.
Nos saludamos como siempre y esta vez no hicimos las típicas bromas acerca de mi virginidad y de su okaasan. Había ido a la facultad también. Mencioné que nos viéramos al día siguiente.
La última vez que lo vi fue en Agnosia, unas semanas antes de irnos. Mutsumi-chan y yo caminábamos por Guerrero y lo vimos con el cabello corto y el rostro bien rasurado, no vestía ropa de terciopelo negro ni le coqueteaba a cada vampiro que cruzaba caminando, llevaba un atuendo ortodoxo: pantalón de gabardina y camisa a cuadros. Al saludarnos me abrazó emocionado y dijo:
—Me aceptaron en el Ejército, finalmente pasé las pruebas psicológicas, mi estimado Neko, ahora necesito fuerza, porque el Big Brother está cabrón.
—Ps ya sabes, de frente al miedo y di: ¿Cuál es tu pedo, miedo?
—Ándale, Gato, felicítame, dame un beso.
Reímos. Él volteó hacia el piso y, al ver las líneas de la banqueta, miró a Mutsumi-chan y añadió:
—Mira, ahorita tu novio está allí y yo acá, él en lo que se debe hacer y yo en lo que no se debe. Un día —y se pasó de mi lado de la línea— yo también veré las cosas desde acá, mientras le agarro una nalga… y el Gato que ha sido como un padrastro estará orgulloso de mí.
—Y compraremos chomua y lo prepararemos con Kool Aid sabor místico.
—La próxima vez que me veas me dirás “Corporal Baxter”.
Aquel parecía un final feliz para él. Por eso me pareció muy extraño encontrarlo en la unam tratando de entrar a filosofía. Aquel no era su sueño.
Al día siguiente me enteré del motivo. Como llegué tarde y no logré inscribirme, me quedé un rato viendo los discos y libros de los puestos del pasillo. Subí al edificio de la facultad y me quedé mirando desde las escaleras hacia una de las plazas. Lo vi venir a lo lejos, con el cabello largo y envuelto en una gabardina negra. Cuando lo miraban todos se hacían a un lado. Hicimos contacto visual y lo esperé en el mismo sitio.
Unos minutos después llegó conmigo y aquí todo se confunde, sueño y recuerdo, porque iba desnudo. Sólo vestía su gabardina de terciopelo, raída y cubierta de un polvo rancio, y sus viejas botas militares.
Contuve mi impresión; él se dio cuenta. Tenía la verga flácida y de fuera, su glande dentro del prepucio colgaba como una bola, al rojo vivo. Antes de que pudiera preguntarle por qué iba así, un viento ligero le echó la gabardina para atrás y él empezó a rascarse las llagas de la cadera. Luego me miró y dijo:
—Disfruta la clase, a mí no me dejaron inscribirme, te iba a decir desde anoche.
Él, aún impasible y ya sin esa expresión inocente que tenía cuando nos conocimos en la secundaria, me miró como si creyera que lo estaba juzgando.
—Yo no tengo la culpa —dijo, sin dejar de rascarse.
—¿Tus papás ya saben?
—Para ellos sigo en Santa Lucía.
No respondí. Contuve con todas mis fuerzas el asco, el miedo, y lo abracé. Titubeé. Él lo notó y no le dio importancia. Lo abracé por poco tiempo, segundos o fracciones, y al soltarlo me sentía como alcanzado por su peste. Aunque sabía que aquella enfermedad no se transmite así, deseaba salir corriendo, arrojarme desde el barandal.
Me puse en cuclillas, le até la gabardina con los jirones que otrora eran un cinturón (él esbozó una sonrisa cuando vio, por primera vez, mis manos muy cerca de su verga) y nos fuimos del campus.



Después de ir al motel con Mutsumi-chan, me sentía como una bomba que borra del mapa un cementerio lleno de zombis. Antes de eso había intentado reflexionar un poco, sin embargo estaba hueco, permanecía todo el tiempo con la mente en blanco, o me distraía fácilmente recordando algún performance particularmente cachondo de algún video porno.
Deseaba reformarme, en verdad, pero entre el porno, el animé y los malos recuerdos se había formado una vocecita en mi cabeza, una especie de “white noise” que no me dejaba escuchar otra cosa. Vivía hacia atrás y eso empezaba a preocuparme.
No escuchaba aquella voz desde que era rata. No estaba loco entonces, es sólo que desde que dejaron de medicarme cuando salí de la primaria mi vida se había vuelto más difícil, porque ya no era una pastilla la encargada de determinar mi personalidad.
Cuando ocurrió, Okaasan y Otousan estaban muy felices: «Por fin se calmó», y era cierto, ya no tenía sentido correr todo el día encima de las mesas, aventarle piedras a los profesores y correr detrás de mis compañeros empuñando las tijeras del jardinero, ya no tenía sentido bailar como Michel Jackson en clase, ni enterrar lápices en los brazos de las morras que me gustaban. Tampoco tenía sentido seguir vendiendo porno a escondidas, bajo portadas de películas de Pixar.
Al mismo tiempo, una parte de aquella condición, es decir, esas secciones del cerebro que con o sin pastillas se quedan cruzadas el resto de la vida, seguía latiendo. Era mi elección escuchar o no las directivas de esa voz caótica y, quizá por eso, cuando empecé a leer en serio los Diálogos de Platón, le fui dando nombre y rostro a su contraparte, mi conciencia moral: el pequeño Sócrates. Fue así como la vocecita dejó de tener poder. El pequeño Sócrates se encargó de callarla.
El problema ahora era justamente que los homúnculos se habían callado en los últimos meses y las únicas voces que escuchaba eran la mía y la de mi inconsciente.
White noise. Y una vida sin súper ego, gobernada por el id, siempre es un peligro serio.
Mutsumi-chan comenzó a ser esa voz ausente. Desde el momento que volvimos a juntarnos sus palabras se volvieron fuente de la moral extraviada en el camino.
Poco a poco dejaba de tener las pesadillas con mujeres azules, y zombis persiguiéndome en las ruinas de la Torre del Reloj, y videojuegos en los cuales siempre era derrotado en el mismo punto, como un loop permanente. Poco a poco se iban borrando algunos de los malos recuerdos y Mutsumi-chan parecía la clave en todo aquel proceso.
En aquellos días de calma, el Papa visitó el Chilango. Además de hablar de los matrimonios gays, la legalización del aborto y su agenda habitual, hizo algunos comentarios breves sobre la Virgen del Bosque y el Cristo de Piedra. Incluso hizo algunas declaraciones sobre aquel amigo muerto del Sempai, y sobre una investigación histórica acerca de un beato apócrifo realizada en la Facultad de Humanidades de la ulcera, en la cual, por cierto, participaba el profesor Sebastián. Nunca antes le habían dedicado tanta importancia a Agnosia y se sentía bien todo aquello. La ciudad era un suceso y más: una cátedra deontológica.
Salvo por algunos incidentes, mi vida era bastante pasiva.
Por ejemplo, un día el Sempai llegó pacheco; su novia había estado hablando toda la tarde a la casa y me tenía harto. Cuando lo escuché abrir la puerta alcancé a decirle:
—Háblale a Concha.
Esas eran mis preocupaciones.
Con Mutsumi-chan no era tan sencillo. Además del problema que implica superar una infidelidad, a algunas personas se les había metido la idea de que no debíamos estar juntos. Morgan y Macabra seguían inventando rumores. Varios compas nos ponían cara fea. Incluso Jack y Babe me abrazaban cuando ella estaba cerca para encelarla.
Con Crog hecho un señor, Focko como emprendedor y Baxter refundido en alguna base militar, mis únicos amigos eran Tongo, Fili, el Sempai…
Para muchas personas Mutsumi-chan siempre tuvo la sangre pesada; Tongo la odiaba; en cambio a Fili y al Sempai les gustaba cotorrear con ella.
Con el paso de los días mis mayores placeres se volvieron los cafés con ellos, y algunas extravagancias: lavarme las manos, escupir en el pisal del parque Ben Gurión, tomar yogurt, volver a mis animés favoritos.
El resto del tiempo me robaba los libros del Sempai o me quedaba viendo la televisión. Las noticias de aquellos días ya nos hablaban del fin del mundo: delfines y ballenas arrojándose contra las costas; extraños movimientos migratorios; turismo masivo en las ruinas mayas. Así se me fueron tres meses.
Una tarde estaba aburrido y se me ocurrió entrar a la web del Proyecto Ikari. En esos momentos todas las instalaciones terroristas se habían vuelto algo lejano.
Al abrir la página pude ver esos logotipos sobrios diseñados el verano anterior, apenas unas letras desgarradas sobre un fondo blanco, rojo y negro, estilo zen:


Eché un vistazo nostálgico a la enorme V que enmarcaba una parte del mapa satelital de Agnosia. Leí velozmente algunos de los artículos falsos que había escrito durante año y medio. Miré la flor blanca en el hueco de la peña. Miré esas fotos panorámicas tomadas tras la caída de los monumentos.
Leí las justificaciones, meses antes las creía artísticas, ahora me parecían un montón de filosofías absurdas y mal escritas. La escritura es un acto de rencor. La mayoría de las veces creemos que escribimos acerca de algo. En realidad escribimos en contra. Ningún arte había en aquello y eso me pesaba.
Cuando volví a la página de inicio vi un botón solitario debajo de Monument.
Betrayal
El botón de la demolición.
Vistas con cierta perspectiva, aquellas palabras formaban una torre de seis pisos. Monument era la planta baja y Vendetta la cima. En los cimientos estaba Betrayal, una especie de planta oculta, un botón solitario con un enlace inexplorado.
Cuando programé la web de Ikari puse un contador que publicaría la página en la media noche del equinoccio de primavera. A partir de ese momento todos podrían verlo. Betrayal era el botón que borraba el proyecto, aunque no era su intención inicial. La idea original no tenía un sentido claro. Ikari se componía de una serie de fragmentos que intentaban armar un cuadro conceptual, una crítica generacional a final de cuentas mal lograda. Al principio deseaba consumar siete instalaciones. Monument se había salido de control y, con ese caos, cayó también todo el concepto guía; todos nos desentendimos de ella de inmediato. Por eso mientras estuve confinado en mi alcoba a finales de noviembre programé una instrucción adicional en el séptimo botón, lo había hecho sin avisar a los demás; cualquiera que entrara y presionara Betrayal borraría aquella memoria funesta, tal vez sin enterarse, y nuestras vidas podrían continuar. A pesar de ello quedaba el asunto de la página espejo, el respaldo del proyecto en caso de que hackearan el sitio.
Sólo podíamos entrar tres usuarios autentificados. Que la web siguiera ahí demostraba que Focko y Crog tampoco habían accedido en mucho tiempo.
Permanecí unos segundos mirando.
Puse el cursor encima.
Rodeé sus contornos.
El botón de la demolición.
No me atreví a pulsarlo.